Oaxaqueño, hijo de zapotecas, nacido el 21 de marzo de 1806 y quien sería presidente de México en varias ocasiones, llegó a prohibir las corridas de toros en el aún entonces Distrito Federal.
Benito Juárez García, también conocido como Benemérito de las Américas por su lucha contra la invasión francesa, no solo estableció las bases sobre las que se funda el Estado laico y la República federal en México, sino que también emitió uno de los decretos más polémicos de su gobierno en uso de sus facultades extraordinarias: el Decreto 6169 del 28 de noviembre de 1867 que prohibió las corridas de toros en el Distrito Federal, mismo que formaba parte de la Ley de Dotación del Fondo Municipal de México y que disponía en su artículo 87: “No se considerarán entre las diversiones públicas permitidas las corridas de toros, y por lo mismo, no se podrá dar licencia para ellas, ni por los ayuntamientos, ni por el gobernador del Distrito Federal en ningún lugar del mismo”.
Una decisión polémica, pero valiente
Se sabe que en aquellos tiempos los productos de las corridas de toros se destinaban para emprender obra pública, entonces llama la atención que el gobierno de Juárez, en un momento tan delicado de reconstrucción de las exhaustas arcas de la nación y de la propia ciudad de México, hubiera decidido prescindir de las nada despreciables entradas que dejaba la diversión que, desde la época colonial y a lo largo de todo el siglo XIX, ocupaba el primer lugar en las preferencias de los públicos de todas las clases y condiciones que conformaban a su variopinta y desigual sociedad.
Sin embargo, después del fusilamiento de Maximiliano, Benito Juárez sabía que necesitaba ser reconocido en el exterior como un gobernante interesado por la moralidad y la educación de su pueblo. Así, muy a tono con el liberalismo de punta y con sus ideas sobre las lides de toros, optó por convertir al Distrito Federal en una jurisdicción culta, a la altura de las principales capitales de Europa.
Un verdadero triunfo
Desde mucho tiempo atrás, las corridas de toros buscaban prohibirse sin éxito. Entre 1567 y 1596, los papas habían intentado prohibir las corridas mediante bulas, sin que tuvieran efecto. Asimismo, la Iglesia intentó condenarlas en distintos momentos de los siglos XVII y XVIII, pero continuaron floreciendo a pesar de la oposición o el desinterés por las fiestas de toros que manifestaron en ocasiones algunas autoridades civiles, incluidos los mismos monarcas de la casa de Borbón.
Durante la Nueva España también fueron y vinieron prohibiciones circunstanciales que dictaron monarcas, virreyes, alcaldes mayores, corregidores y autoridades universitarias, que, sobre todo en el siglo XVIII, se preocupaban por impedir todo aquello que causara pleitos y borracheras, desplazando al discurso de dignidad moral, con el de la reglamentación ordenada y racional de las conductas. Incluso Miguel Lerdo de Tejada, como miembro del Ayuntamiento en el año de 1851, seguro de fomentar la educación entre los mexicanos, pensaba de las corridas que eran “espectáculos tan repugnantes como contrarios a la cultura y civilización de un pueblo”, por lo que, en ese entonces, propuso que se generara una iniciativa de ley para que el Supremo Gobierno prohibiera las corridas en la capital, sin que fuera tomada en cuenta por el congreso.
Por tal motivo, el decreto de Benito Juárez significó un triunfo ante la moral imperante, la elección entre el bien y el mal, la necesidad de orden, la contraposición de la civilización contra la barbarie, la defensa de los animales y las denuncias por la crueldad ejercida contra ellos; y donde el Congreso no manifestó, en ese tiempo, oposición alguna.
Aunque la prohibición de las corridas de toros solo duró 19 años (pues en 1886 “poderosas influencias” se empeñaron en quitar la prohibición de Juárez, y en la diatriba volvió a aparecer la vieja costumbre de beneficiar las obras públicas con los productos de los toros, mentando a la que era más urgente en ese momento en la capital: el desagüe del valle de México; aunado a que Porfirio Díaz –por cierto, buen aficionado a la tauromaquia– convirtió al drenaje en su proyecto prioritario), para muchos de sus contemporáneos, Juárez reivindicó para la capital el rango de ciudad civilizada.
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