Los taurinos saben desde hace mucho tiempo que la Tauromaquia depende sólo y exclusivamente de unas cuantas personas, ya no de la sociedad. Y un claro ejemplo lo tenemos con lo que sucedió en Sinaloa. Sepa usted que ya en el 2021 se había aprobado en el Pleno Sinaloense la prohibición de la celebración de corridas de toros en el estado. Es decir, los representantes de la sociedad, lo prohibieron. Pero el Gobernador que estaba en curso, afín a las corridas de toros, no firmó la prohibición y nunca entró en vigor. Es decir, una persona, sólo una persona, retrasó lo que era inminente para la sociedad. Tan inminente que, un año después con el cambio de Gobernador, se ha vuelto a votar y se ha aprobado la prohibición, y ahora sí, la entrada en vigor es un hecho irremediable.
Pero ni así, los afines a las corridas de toros ven las prohibiciones como el mayor ataque a la tauromaquia. Saben perfectamente que los estados donde no tengan esta tradición extremadamente arraigada, donde las corridas eran espectáculos de 3° ó 4° ó 5° categoría, irán posicionándose en contra de las corridas más temprano que tarde. Saben que tienen que centrarse en los estados bastiones como Tlaxcala, Querétaro, Aguascalientes o CdMx, donde por cierto, el dictamen para prohibir las corridas de toros ha sido bloqueado varias veces por diversos legisladores y, sin embrago, la presión de la sociedad ha permitido que se mantenga el proceso. Pero los taurinos aún se sienten muy confiados de que no se vayan a prohibir las corridas en CdMx. Pronto sabremos el desenlace, pero el simple hecho de que se vote, incluso en la derrota, será una victoria para los animalistas (animales).
Pero oiga, no. Tampoco es lo que más les preocupa que los animalistas ganen incluso en la derrota. Si usted quiere ver a un taurino perdiendo los estribos, si lo quiere ver con la vena del cuello saltada, con cara roja a punto de estallar y escupiendo por la boca barbaridad y media, dígale que no puede llevar a sus hijos menores de edad a las corridas de toros. Dígale que no puede inscribir a sus hijos menores de edad a escuelas taurinas. Dígale que no hay ni una sola encuesta que diga que los jóvenes estén interesados en las corridas de toros. Porque la única esperanza de poder perpetuar su dudoso gusto, son sus hijos. Saben que sólo la influencia que ejerce un padre sobre su hijo es lo que podrá alargar esta agonía. Saben que la tauromaquia no conecta con las nuevas generaciones, que se les escurre entre los dedos la arena del reloj, el cual hace tiempo se puso boca abajo.
Hace poco, un amigo fue a ver una corrida de toros por primera vez a España, cuna del toreo. Iba con su padre, gran aficionado a la tauromaquia, quien le había inculcado este amor por las corridas. Mi amigo, de 23 años, estaba entusiasmado porque iba a Las Ventas, a Madrid. Me llamó para “presumírmelo” y a casi reclamarme de cómo era posible que a mí no me gustase. A su regreso, volvimos a hablar. La corrida la había disfrutado como niño chico en juguetería. Estaba con su padre, con su referente, un recuerdo inolvidable para él. Embriagado aún por el placer de lo que había contemplado, se fue a un bar con sus amigos a continuar con la fiesta. Allí, poco le duró el entusiasmo. Él, muy presumido, contaba a diestro y siniestro de dónde venía y cómo lo había disfrutado. Nadie, absolutamente nadie, mostraba ningún tipo de interés, es más, mostraban más bien rechazo a su gusto por la tauromaquia. Tal así, que dejó de hablar del tema durante toda la noche. Una forma cruel de darse cuenta que en España, el reloj de arena va incluso más avanzado que en México. Él, sólo encuentra el cobijo taurino en su padre, no en la sociedad.
A su regreso le dije: “amigo, la tauromaquia ya sólo depende de unas pocas personas, no de la sociedad”.
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